De cuando en cuando, época tras
época, todo se repite, quizás porque puede que ya todo lo bueno esté inventado
o simplemente sea el ir y venir de las costumbres que para acuñarse en nobles
formas, necesitan un descanso para pasar desapercibidas y sacudirse todo lo que
les está demás. Lo que si que es bien cierto que la imagen del bebedor de
ginebra se ha dado un lavado de cara que cuanto menos es más que sorprendente.
Apuntarse a una moda es tarea
fácil si no contagiosa. Lo difícil siempre ha sido mantener una imagen o unos
gustos propios por encima del qué dirán con la ardua tarea de tener que
soportar (o ignorar) toda una marea humana lista para criticar a la menor
oportunidad sin más opinión propia que esa falsa ilusión que transmiten la
masas pensando al unísono, algo así como la opinión de muchos, como si el
número en ocasiones bastase para tener o quitar la razón.
El origen de la ginebra, al igual
que muchos otros licores y destilados; nace en la búsqueda de medicamentos para
una u otras enfermedades. Fue en el siglo XVI en Holanda y no en Inglaterra,
como sería más lógico pensar; cuando el doctor Sylvius creó un preparado sobre
una base alcohólica con propiedades diuréticas llamado Genever.
Como fruto de la expansión política y territorial del estado ingles en las colonias, se exportó por todo el mundo su consumo así como también quedó acuñado el término Gin, con el que actualmente se la reconoce.
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